Miguel Delibes: “Aborto libre y progresismo” (ABC, 2007)
Por Enrique Sánchez (coordinador del departamento de Español, PUCMM-CSTA)
MIGUEL Delibes, uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, analiza en este ensayo (publicado en el diario español ABC) tanto el tema del aborto libre –o legal– como la respuesta que da a esta cuestión gran parte de la “moderna ‘progresía’”. Delibes, premiado profusamente por sus novelas, pero también reconocido por sus ensayos, fue abogado antes de escritor. Y es oportuno mencionarlo, pues este texto vertebrará su argumentación en torno al derecho: el de la madre a decidir sobre su cuerpo y el del embrión, como se verá, a tener un cuerpo (que, en su desarrollo pleno, no existe más que en potencia: como posibilidad futura de realización). Un derecho rebatido por un progresismo desnortado, que ha perdido su esencia y su camino, que era y debería ser la defensa del más indefenso.
Puede ser oportuno, dada la importancia del concepto en el ensayo, mencionar qué se entiende por “progresismo”. El término procede, en sentido amplio, de la creencia ilustrada en el progreso de la civilización; esto es, la convicción de que el perfeccionamiento continuo, tanto en el plano científico-técnico como en el plano ético, es una pauta natural de evolución humana. Para el “progresista” la edad dorada no está ya ubicada en el tiempo pasado, a las espaldas; sino ante nosotros, en el porvenir. Desde la Ilustración y la Revolución francesa (1789) muchos pensaron que el despliegue de la racionalidad humana conduciría a cotas crecientes de conocimiento, bienestar material y libertades político-sociales. El marqués de Condorcet, por ejemplo, escribía en 1793 “que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad, independientes de todo poder que quisiera detenerlos, no tienen ningún otro acabamiento que la duración del globo en que nos ha lanzado la naturaleza”. Para estos progresistas lo importante ya no era la Providencia (el cuidado con el que Dios cuidaría de sus criaturas y, en cierto modo, de la Historia), sino el Progreso, el avance continuo de la humanidad hacia mayores cotas de bienestar económico, científico y socio-cultural.
El progresista, pues, es aquél que contribuiría con sus ideas y acciones al avance de la humanidad. En términos históricos, el progresismo se asoció en el mundo occidental a la defensa de los principios ilustrados: la libertad, la naturaleza, el progreso, la tolerancia, la defensa del débil, la educación y la defensa de un Estado secular, esto es, no religioso o confesional. Puede reseguirse la idea, durante los siglos XVIII y XIX, en filósofos como Kant o Hegel, y en sociólogos como Comte. De algún modo, el progresismo se asociará políticamente con los partidos de “izquierda” (los más influidos por el marxismo y el socialismo), y se opondrá a los denominados “conservadores” o “reaccionarios” (más propensos a defender el statu quo). Durante la segunda mitad del siglo XX, los progresistas seguirán promoviendo la defensa de los grupos sociales más relegados (los derechos de los negros en Estados Unidos…) y de las naciones asoladas por la guerra, como Vietnam. Además, el progresismo sumará a sus principios tradicionales la promoción de la “libertad sexual” (seña de identidad del “mayo del 68” o del movimiento hippie) y del ecologismo. Frente a la expansión imperialista, se propugnará la paz; frente a la explotación de los recursos naturales y la contaminación, se promoverá la ecología.
Delibes parte del grito famoso de las manifestantes proabortistas (“nosotras parimos, nosotras decidimos”) para preguntarse si tal postulado es legítimo. El ensayista comienza el examen de la cuestión con una concesión al argumento de las manifestantes (“en principio, la reclamación parece incontestable”), aunque lo ponga en duda inmediatamente después: “… y así lo sería ni lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión”. Nótese, además, el talento literario del ensayista, capaz de articular una oración muy compleja de modo rítmico y claro, sin que el lector se pierda nunca en sus meandros.
Nuestro escritor, que mostrará a lo largo del ensayo su talante ecuánime (lo que aumenta su poder persuasivo), reconoce que nos encontramos ante una cuestión difícil, que “puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra”. Pero Delibes, al que no arredran los escollos intelectuales del camino, avanza hacia el corazón metafísico del problema. Y es que, pese a las divergencias, “una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad”. De ello deduce el autor que “el aborto no es matar” o asesinar, sino truncar o “interrumpir vida”. En este punto, Delibes asume la terminología de los proabortistas (que definen el aborto como “interrupción del embarazo”), pero, a diferencia de ellos, no detiene allí su razonamiento. Se trata de vida humana, de un feto que “carece de voz” pero que, “como proyecto de persona que es”, demanda “que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio”.
En el siguiente párrafo el ensayista ilustra la discusión bizantina que se forma en torno al aborto, acudiendo a la contraposición que plantea una socióloga americana –Priscilla Conn– “entre dos valores: santidad y libertad”. Delibes deja pronto de lado el concepto de santidad (por sus resonancias religiosas y, por tanto, no compartidas por todos) y discute el otro concepto –“libertad”–, que no está connotado religiosamente. Aquí contrapone el escritor la “libertad para su cuerpo” de las partidarias del aborto, a la libertad “que podría exigir el embrión, si dispusiera de voz, […]: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres”. Obsérvese cómo el escritor menciona el término “madre” –tan denostado por el movimiento feminista y por la ideología de género–, ligándolo además al término “presunta” (que, según el DRAE, “se dice de aquel a quien se considera posible autor de un delito antes de ser juzgado”). De esta manera, y de modo sutil, sugiere que las proabortistas consideran la posibilidad de ser madres (algo sagrado para todas las culturas y religiones de la humanidad) no sólo con desagrado –son “reacias”–, sino casi como si de un delito se tratara.
Y, acto seguido, de nuevo con ponderación (el adverbio “seguramente” denota cierta cautela), afirma que “el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro”. Empleando una terminología diferente (“libertad para su cuerpo”, “libertad para nacer”…), nuestro escritor defiende el “derecho a la vida”, reivindicado una y mil veces por el movimiento provida. Porque, aunque no lo afirme de modo explícito, Delibes considera al embrión “persona” y, por tanto, sujeto de derechos. En su argumentación, y aunque no la mencione directamente, nuestro escritor asume la distinción aristotélica entre “potencia” y “acto” como formas de ser. Para Aristóteles, “ser en acto” es la substancia tal como se nos presenta en un momento determinado, entendiendo por “ser en potencia” el conjunto de posibilidades o capacidades de la substancia para llegar a ser algo distinto de lo que actualmente es; para alcanzar en acto lo que de hecho ya es, pero sólo como potencia.
Según estos principios, confirmados por la ciencia genética (el ADN de un feto es el mismo que el de un anciano, pues en él está ya contenido todo el desarrollo posible de la persona), un feto es tan persona como una mujer o un hombre maduros, aunque esas potencialidades no estén por el momento desarrolladas. Y, aunque no plantee Delibes esta pregunta, cabría inquirir, llevando a sus últimas consecuencias la lógica proabortista, por qué podría acabarse con la vida de un feto de diez semanas y no con la de un niño recién nacido, que sigue estando tan desvalido como el otro, y que no ha desarrollado todavía muchas de sus potencialidades (no posee todavía en estado pleno la capacidad sexual, racional o locutiva). De hecho, la posibilidad de legalizar el aborto “después del nacimiento” fue defendida en un artículo del Journal of Medical Ethics del año 2011, publicado por dos filósofos proabortistas. La conmoción entre la comunidad científica fue enorme, considerando muchos proabortistas que sus colegas habían ido demasiado lejos.
Volviendo al texto de Delibes, y tras fijar las coordenadas del debate, nuestro autor dedica el último párrafo a cuestionar el sorprendente tratamiento que dedica la “moderna ‘progresía’” a la cuestión del aborto. Nuestro autor explica, por una parte, que “antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco”. Según este ideal progresista, por tanto, “la vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos”. Ahora bien, cuando surgió el problema del aborto, “el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante”. Así, el progresismo cedió en su principal principio, “la protección del débil y la no violencia”, permitiendo –e incluso alentando– el atentado “contra el embrión, una vida desamparada e inerme”.
A continuación, a través de una alegoría muy poderosa, remacha Delibes la vergonzosa claudicación de los progresistas en su histórica defensa de la vida y los derechos del débil: “Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir”. ¿No será –arguye nuestro escritor– que el progresismo dejó de defender al no nacido porque este no estaba en condiciones de reprocharle –de impugnar o “recurrir”– la bajeza moral de su decisión? ¿Sólo existe aquél que puede hablar, que tiene voz y voto, que puede reivindicar sus derechos a través de sus votaciones y de sus discursos en los medios de comunicación? ¿Cómo puede defenderse con tanto ahínco la naturaleza –algo de por sí bueno– y retroceder de modo tan timorato ante la defensa de la naturaleza humana?
De esta manera, nuestro escritor, en un mismo movimiento, defiende el derecho del embrión y del feto a nacer (a disponer de un cuerpo), y ataca a los autodenominados progresistas por su renuncia al máximo de sus principios definitorios. Y no sólo eso, sino que, tras aseverar que siente “náusea” ante el aborto (igual que ante una explosión atómica o una cámara de gas), añade que los verdaderos progresistas son aquellos que “aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia”, incluyendo entre los indefensos al feto y entre las formas de violencia, por supuesto, al aborto. La grandeza retórica de este ensayo, más allá de la precisión de sus conceptos y la claridad y pureza de su lenguaje, se encuentra en la originalidad de su aproximación al tema.
No defiende Delibes el derecho a la vida desde los consabidos presupuestos religiosos (el alma que tendría el embrión desde el instante de la concepción…), poco eficaces ante los ciudadanos agnóstico; ni rechaza, aún conociendo la posición proabortista de la mayoría de “progresistas”, el progresismo como tal. Al revés: acoge el progresismo en su definición primigenia: en su prístina defensa del débil frente al opresor y el violento. El mérito de Delibes, por tanto, es atreverse a redefinir una palabra (“progresismo”), desgajando de ella lo que considera aditamentos espurios y movidos por el egoísmo. De este modo, al modificar nuestro autor el significado de un término clave, transforma el marco mental (“frame”), el campo de juego intelectual en el que se jugará el destino de esta cuestión. Así, lo que era considerado por muchos como conservador o reaccionario (el rechazo del aborto), se transforma en su ensayo en el espolón del verdadero progresismo: la promoción de la vida y los derechos del débil sobre el fuerte, de la humanización de la sociedad y el florecimiento último de la persona.