Por el Dr. Enrique Sánchez Costa
(Coordinador del departamento de Español de la PUCMM).
EL 15 de octubre de 1940, coincidiendo con la ocupación de París por las tropas nazis, Charles Chaplin estrenaba en Nueva York The Great Dictator. El humorista más famoso del siglo XX se confrontaba con el dictador más perverso de su siglo; y lo hacía, además, a través de uno de los recursos que había empleado Hitler para construir su mitología: el cine. Recuérdese, por ejemplo, el documental propagandístico de Leni Riefenstahl, El triunfo de la voluntad (1934), que Chaplin había visto en una proyección privada en Nueva York. El director y actor americano, de ascendencia judía, conocedor como pocos del poder de la parodia y la sátira para desactivar la maquinaria propagandística de los tiranos, afirmará sobre El gran dictador en 1964: “Estaba decidido a ridiculizar su absurda mística en relación con una raza de sangre pura”.
La película, que su director planeaba desde 1938, se empezó a rodar pocos días después de declararse la Segunda Guerra Mundial. Es preciso tener en cuenta las circunstancias históricas del momento para calibrar el atrevimiento de Chaplin. Cuando éste empezó a idear el proyecto, en 1938, Inglaterra capitulaba ante Hitler en la Conferencia de Múnich. Más adelante, mientras se rodaba el film, el nazismo se extendía imparable por Europa y en Estados Unidos imperaban las tendencias aislacionistas (que continuarían hasta 1941, con el bombardeo de Pearl Harbour y la entrada del país en la contienda). De hecho, Chaplin sufrió numerosas presiones en su país para detener el proyecto (los alemanes amenazaban con no proyectar ninguna película de Hollywood si El gran dictador veía la luz). Pero, pese a las amenazas y las presiones, Chaplin no cejó de trabajar un instante en su película: “La voy a proyectar ante el público, aunque tenga que comprarme o mandarme construir un teatro para ello, y aunque el único espectador de la sala sea yo”.
El gran dictador, considerada hoy una de las obras maestras del séptimo arte, contrapuntea la historia de un humilde barbero judío que regresa a Alemania, con la de Adolf Hitler –llamado Adenoid Hynkel– y, en menor medida, Benito Mussolini –llamado Benzina Napaloni–, del que se satiriza su visita a Alemania. El film, que fue la primera incursión de Chaplin en el cine sonoro, muestra las desventuras del barbero judío (su gueto es atacado repetidamente por los grupos paramilitares nazis), su amor por Hannah y, por supuesto, la megalomanía risible del dictador alemán. La escena que analizaremos, que da cierre a la película, es la del discurso del barbero judío, que, huyendo de sus agresores nazis, aprovecha su parecido físico con Hitler (Chaplin interpreta a ambos personajes) para suplantarle. El barbero se encuentra de pronto situado en la tribuna oratoria, frente a un millón de militares nazis congregados para escuchar el discurso en el que Hitler debe anunciar la invasión de una nación vecina.
El barbero, que hace las veces de Hitler, comienza su discurso algo dubitativo; pero pronto se crece, eleva su tono de voz y acompaña con gestos sus palabras vigorosas. El discurso que pronuncia, en sí mismo interesante, adquiere una enorme relevancia si lo comparamos con el discurso que habría pronunciado Hitler en su lugar, tal como pudimos observar, por ejemplo, en el fragmento de El triunfo de la voluntad. Ya desde el comienzo, se patentiza la novedad del discurso, pues arranca con una petición de perdón (“lo siento”), así como una negación de todo orgullo imperial (“no quiero ser emperador […], no quiero gobernar ni conquistar a nadie”). Al contrario, el “doble” de Hitler quiere “ayudar a todos si fuera posible, judíos y gentiles, blancos o negros”. El mismo hecho de mencionar positivamente en una misma frase a colectivos atacados por el nazismo, como judíos y negros, indica una reversión total de los principios racistas hitlerianos.
El discurso prosigue invitando a la fraternidad y la solidaridad universal, a la promoción del amor y la ayuda mutua en lugar del odio y el desprecio. En oposición a los postulados del nacionalismo excluyente, el barbero afirma que “en este mundo hay sitio para todos”. Y sitúa el problema en que se ha perdido el “camino de la vida”, a consecuencia de la “codicia”, así como de las barricadas de odio y las matanzas generadas por ella. Es interesante que Chaplin mencione la codicia como motor de los desvaríos nazis pues, al cabo, ¿qué fue sino codicia, deseo de amasar tierras y bienes, lo que empujó a Hitler a conquistar Europa? Codicia y afán de poder. Y, en el mismo sentido, casi todos los atropellos nazis contra los judíos (salvo la satánica “solución final”) se cometieron por codicia, esto es, para apoderarse de sus casas, sus joyas y su dinero.
Para el alter ego de Chaplin, “hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado nosotros”. El progreso científico, bueno en sí mismo, debe ir acompañado del progreso moral. Si no, como ya había denunciado el humorista en Modern Times (1936), con sus famosas escenas de las cadenas de montaje tayloristas (en las que el individuo quedaba deshumanizado y reducido a pura condición instrumental), se acaba confundiendo al hombre con la máquina y entronizando a esta última en su lugar. Dicho pensamiento aparece expresado en el discurso por medio de una paradoja: “El maquinismo que crea abundancia nos deja en la necesidad”. Nunca tanta abundancia material se había visto acompañada de tanta pobreza de valores.
Y es que “nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos, nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco. Más que máquinas, necesitamos humanidad, más que inteligencia, tener bondad y dulzura; sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo”. Vienen a la cabeza las palabras de Nietzsche y de Hitler, incitando al endurecimiento de los alemanes; a apretar los puños y, empujados por la “voluntad de poder”, dominar y aplastar con ellos al otro. Chaplin defiende todo lo contrario: el sentimiento por encima de la inteligencia ciega, la humanidad cordial por encima de la frialdad de la máquina. Pues, ¿de qué sirve una inteligencia vigorosa, si se despeña hacia la voluntad de poder, la ira, la codicia y la violencia? Por eso el evangelista San Juan define a Dios como “Logos” (Razón, Sentido del mundo, Palabra), pero también como “Caritas” (Amor). Dios es amable no tanto por su poder como por su amor, y la propagación de ese amor debería ser el principal anhelo de la persona.
Chaplin apela a los inventos técnicos (el avión, la radio), que reducen las distancias entre los hombres, para afirmar que de ellos debe seguirse una mayor unión, una “hermandad universal”. Y denuncia cómo, pese a esos progresos técnicos, se ha erigido un sistema dictatorial, basado en el odio, “que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes”. A todas esas víctimas se dirige Chaplin –a través de la figura del barbero–, para lanzarles un mensaje de esperanza: “A los que puedan oírme les digo, no desesperéis, la desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano. El odio de los hombres pasará, y caerán los dictadores, y el poder que le quitaron al pueblo, se le reintegrará al pueblo, y así mientras el hombre exista, la libertad no perecerá”. El texto recuerda –por su invitación esperanzadora– a los mejores pasajes proféticos y mesiánicos de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Y se trata, además, de un canto optimista al triunfo de la democracia –el poder del pueblo– sobre la tiranía, así como del “progreso humano” sobre aquél progreso deshumanizado y mecánico.
En otra escena de El gran dictador, de hecho, Chaplin hacía decir al ministro de propaganda nazi, Goebbels (mencionado como “Garbitsch”), las siguientes palabras: “Hoy en día, democracia, libertad y igualdad son palabras que enloquecen al pueblo. No hay ninguna nación que progrese con estas ideas, que le apartan del camino de la acción. Por esto las hemos abolido. En el futuro cada hombre tendrá que servir al Estado con absoluta obediencia”. Ya observamos en el discurso de Hitler en Núremberg la misma insistencia en la obediencia ciega al líder y al Partido que, junto a la crítica furibunda a los principios democráticos de libertad e igualdad, constituyen la médula de la ideología fascista. Por eso el barbero, para contrarrestar todo el adoctrinamiento hitleriano que han recibido los soldados, se dirige a ellos con los siguientes términos: “Soldados, no os rindáis a esos hombres, que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen lo que tenéis que hacer, que pensar y que sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como a carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres-máquinas con cerebro y corazones de máquinas”.
Para Chaplin, Hitler encarna al “infrahombre” por antonomasia, el hombre inhumano, puesto que carece de corazón. Ya el escritor inglés G. K. Chesterton había escrito en Orthodoxy (1908) que el loco no es aquél que ha perdido la inteligencia, sino aquél que lo ha perdido todo salvo la inteligencia: quien interpreta la realidad únicamente desde el punto de vista de la fría lógica, desatendiendo el corazón, el espíritu, el sentido común y los demás elementos que definen la verdadera humanidad. Y, una vez criticada la deshumanización hitleriana, muestra el barbero a los soldados en qué radica la verdadera humanidad: en el amor a los demás, en la libertad, en la riqueza espiritual o divina presente no en uno o en varios hombres, sino en todos los hombres; algo que remacha con una cita evangélica: “El reino de Dios está dentro del hombre” (Lc 17: 20). Al cabo, “fraternidad” proviene del latín “frater” (hermano), y no puede haber hermandad si no hay un padre común. Por eso, a mi entender, el ideal revolucionario francés de la “fraternité” es plausible sólo si se reconoce a Dios como Padre de cada persona y Padre común de la humanidad.
El poder –prosigue Chaplin– no debe recaer en un solo hombre, sino en el pueblo en su conjunto: “El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad, vosotros el pueblo tenéis el poder de hacer esta vida libre y hermosa, de convertirla en una maravillosa aventura”. Sólo la fraternidad, sólo la solidaridad y la unidad entre los hombres pueden procurar “un mundo nuevo, digno y noble”. Y, aunque los tiranos apelen a algunos de estos valores y prometan el paraíso en la tierra, sus palabras son huecas: “los dictadores son libres solo ellos, pero esclavizan al pueblo”. Lejos de dejarse seducir por sus palabras, las personas deben liberarse de los verdaderos enemigos del pueblo; que no son los miembros de tal o cual clase, de tal o cual raza o grupo social, sino las “barreras nacionales”, “la ambición, el odio y la intolerancia”.
Y, asumiendo por un momento la retórica ilustrada, Chaplin concluye su discurso a los militares alentando a luchar “por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, donde el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad”. Ahora bien: sabemos que, como escribió Goya en una de sus “pinturas negras”, “el sueño de la razón produce monstruos”, y que la cultura es compatible con la barbarie. Algo visible, por ejemplo, en la Alemania nazi, que era entonces la nación más culta del mundo y la que cometió las peores atrocidades. Esta paradoja se plasmó de modo hiriente en el campo de concentración nazi de Buchenwald, donde se talaron todos los árboles salvo uno: un enorme roble, bajo cuya sombra el poeta alemán Goethe habría escrito parte de su Fausto (1829). Así, el mayor símbolo de la cultura germana convivió con la brutalidad nazi, hasta el punto de que se ahorcaron en él a numerosos prisioneros del campo de concentración. Valga esta digresión para apuntar como el ideal que traza Chaplin es hermoso, siempre y cuando lo emplacemos en el contexto general del discurso: esto es, la defensa del espíritu y el amor como los principales valores de la persona, los cuales deben acompañar cualquier progreso técnico.
Tras concluir su discurso a los militares, invitándoles con enorme fuerza retórica y gestual a unirse todos en nombre de la democracia, el barbero se queda meditabundo. Del plano de las multitudes enfervorizadas por el discurso del suplantador de Hitler pasamos, mediante un fundido, al plano de la amada del barbero, Hannah, que está tendida sobre el suelo, apesadumbrada por lo mucho que ha sufrido y que, previsiblemente, sufrirá. Se inicia entonces una música lírica de violines y el barbero, olvidándose de la multitud, dirige su discurso a Hannah. Es sintomático, frente a la despersonalización que operan todos los totalitarismos (para ellos los hombres son sólo masa amorfa y obediente a voluntad moldeadora del dictador-escultor), que Chaplin personalice su discurso al máximo. Le importa la multitud, sí, pero en última instancia le importa su amada, y a ella, dondequiera que esté, dirige su discurso. Este se desprende de sus contornos épicos y asume un perfil lírico, poético. Chaplin emplea la consabida contraposición metafórica entre la luz y las tinieblas, como símbolo de la bondad y la maldad, para expresar que, pese a todas las dificultades, al final el bien se abre camino sobre el mal. Y, mediante una alegoría bellísima, concluye, adentrándose en la esperanza –o en la utopía, según se mire– que “al alma del hombre le han sido dadas alas y al fin está empezando a volar, está volando hacia el arco iris, hacia la luz de la esperanza, hacia el futuro, un glorioso futuro, que te pertenece a ti, a mí, a todos. Mira a lo alto Hannah, mira a lo alto”.