martes, 29 de enero de 2013

Miguel Delibes: “Aborto libre y progresismo” (ABC, 2007)



Por Enrique Sánchez (coordinador del departamento de Español, PUCMM-CSTA)
MIGUEL Delibes, uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, analiza en este ensayo (publicado en el diario español ABC) tanto el tema del aborto libre –o legal– como la respuesta que da a esta cuestión gran parte de la “moderna ‘progresía’”. Delibes, premiado profusamente por sus novelas, pero también reconocido por sus ensayos, fue abogado antes de escritor. Y es oportuno mencionarlo, pues este texto vertebrará su argumentación en torno al derecho: el de la madre a decidir sobre su cuerpo y el del embrión, como se verá, a tener un cuerpo (que, en su desarrollo pleno, no existe más que en potencia: como posibilidad futura de realización). Un derecho rebatido por un progresismo desnortado, que ha perdido su esencia y su camino, que era y debería ser la defensa del más indefenso.

Puede ser oportuno, dada la importancia del concepto en el ensayo, mencionar qué se entiende por “progresismo”. El término procede, en sentido amplio, de la creencia ilustrada en el progreso de la civilización; esto es, la convicción de que el perfeccionamiento continuo, tanto en el plano científico-técnico como en el plano ético, es una pauta natural de evolución humana. Para el “progresista” la edad dorada no está ya ubicada en el tiempo pasado, a las espaldas; sino ante nosotros, en el porvenir. Desde la Ilustración y la Revolución francesa (1789) muchos pensaron que el despliegue de la racionalidad humana conduciría a cotas crecientes de conocimiento, bienestar material y libertades político-sociales. El marqués de Condorcet, por ejemplo, escribía en 1793 “que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad, independientes de todo poder que quisiera detenerlos, no tienen ningún otro acabamiento que la duración del globo en que nos ha lanzado la naturaleza”. Para estos progresistas lo importante ya no era la Providencia (el cuidado con el que Dios cuidaría de sus criaturas y, en cierto modo, de la Historia), sino el Progreso, el avance continuo de la humanidad hacia mayores cotas de bienestar económico, científico y socio-cultural.

El progresista, pues, es aquél que contribuiría con sus ideas y acciones al avance de la humanidad. En términos históricos, el progresismo se asoció en el mundo occidental a la defensa de los principios ilustrados: la libertad, la naturaleza, el progreso, la tolerancia, la defensa del débil, la educación y la defensa de un Estado secular, esto es, no religioso o confesional. Puede reseguirse la idea, durante los siglos XVIII y XIX, en filósofos como Kant o Hegel, y en sociólogos como Comte. De algún modo, el progresismo se asociará políticamente con los partidos de “izquierda” (los más influidos por el marxismo y el socialismo), y se opondrá a los denominados “conservadores” o “reaccionarios” (más propensos a defender el statu quo). Durante la segunda mitad del siglo XX, los progresistas seguirán promoviendo la defensa de los grupos sociales más relegados (los derechos de los negros en Estados Unidos…) y de las naciones asoladas por la guerra, como Vietnam. Además, el progresismo sumará a sus principios tradicionales la promoción de la “libertad sexual” (seña de identidad del “mayo del 68” o del movimiento hippie) y del ecologismo. Frente a la expansión imperialista, se propugnará la paz; frente a la explotación de los recursos naturales y la contaminación, se promoverá la ecología.

Delibes parte del grito famoso de las manifestantes proabortistas (“nosotras parimos, nosotras decidimos”) para preguntarse si tal postulado es legítimo. El ensayista comienza el examen de la cuestión con una concesión al argumento de las manifestantes (“en principio, la reclamación parece incontestable”), aunque lo ponga en duda inmediatamente después: “… y así lo sería ni lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión”. Nótese, además, el talento literario del ensayista, capaz de articular una oración muy compleja de modo rítmico y claro, sin que el lector se pierda nunca en sus meandros.

Nuestro escritor, que mostrará a lo largo del ensayo su talante ecuánime (lo que aumenta su poder persuasivo), reconoce que nos encontramos ante una cuestión difícil, que “puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra”. Pero Delibes, al que no arredran los escollos intelectuales del camino, avanza hacia el corazón metafísico del problema. Y es que, pese a las divergencias, “una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad”. De ello deduce el autor que “el aborto no es matar” o asesinar, sino truncar o “interrumpir vida”. En este punto, Delibes asume la terminología de los proabortistas (que definen el aborto como “interrupción del embarazo”), pero, a diferencia de ellos, no detiene allí su razonamiento. Se trata de vida humana, de un feto que “carece de voz” pero que, “como proyecto de persona que es”, demanda “que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio”.

En el siguiente párrafo el ensayista ilustra la discusión bizantina que se forma en torno al aborto, acudiendo a la contraposición que plantea una socióloga americana –Priscilla Conn– “entre dos valores: santidad y libertad”. Delibes deja pronto de lado el concepto de santidad (por sus resonancias religiosas y, por tanto, no compartidas por todos) y discute el otro concepto –“libertad”–, que no está connotado religiosamente. Aquí contrapone el escritor la “libertad para su cuerpo” de las partidarias del aborto, a la libertad “que podría exigir el embrión, si dispusiera de voz, […]: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres”. Obsérvese cómo el escritor menciona el término “madre” –tan denostado por el movimiento feminista y por la ideología de género–, ligándolo además al término “presunta” (que, según el DRAE, “se dice de aquel a quien se considera posible autor de un delito antes de ser juzgado”). De esta manera, y de modo sutil, sugiere que las proabortistas consideran la posibilidad de ser madres (algo sagrado para todas las culturas y religiones de la humanidad) no sólo con desagrado –son “reacias”–, sino casi como si de un delito se tratara.

Y, acto seguido, de nuevo con ponderación (el adverbio “seguramente” denota cierta cautela), afirma que “el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro”. Empleando una terminología diferente (“libertad para su cuerpo”, “libertad para nacer”…), nuestro escritor defiende el “derecho a la vida”, reivindicado una y mil veces por el movimiento provida. Porque, aunque no lo afirme de modo explícito, Delibes considera al embrión “persona” y, por tanto, sujeto de derechos. En su argumentación, y aunque no la mencione directamente, nuestro escritor asume la distinción aristotélica entre “potencia” y “acto” como formas de ser. Para Aristóteles, “ser en acto” es la substancia tal como se nos presenta en un momento determinado, entendiendo por “ser en potencia” el conjunto de posibilidades o capacidades de la substancia para llegar a ser algo distinto de lo que actualmente es; para alcanzar en acto lo que de hecho ya es, pero sólo como potencia.

Según estos principios, confirmados por la ciencia genética (el ADN de un feto es el mismo que el de un anciano, pues en él está ya contenido todo el desarrollo posible de la persona), un feto es tan persona como una mujer o un hombre maduros, aunque esas potencialidades no estén por el momento desarrolladas. Y, aunque no plantee Delibes esta pregunta, cabría inquirir, llevando a sus últimas consecuencias la lógica proabortista, por qué podría acabarse con la vida de un feto de diez semanas y no con la de un niño recién nacido, que sigue estando tan desvalido como el otro, y que no ha desarrollado todavía muchas de sus potencialidades (no posee todavía en estado pleno la capacidad sexual, racional o locutiva). De hecho, la posibilidad de legalizar el aborto “después del nacimiento” fue defendida en un artículo del Journal of Medical Ethics del año 2011, publicado por dos filósofos proabortistas. La conmoción entre la comunidad científica fue enorme, considerando muchos proabortistas que sus colegas habían ido demasiado lejos.

Volviendo al texto de Delibes, y tras fijar las coordenadas del debate, nuestro autor dedica el último párrafo a cuestionar el sorprendente tratamiento que dedica la “moderna ‘progresía’” a la cuestión del aborto. Nuestro autor explica, por una parte, que “antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco”. Según este ideal progresista, por tanto, “la vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos”. Ahora bien, cuando surgió el problema del aborto, “el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante”. Así, el progresismo cedió en su principal principio, “la protección del débil y la no violencia”, permitiendo –e incluso alentando– el atentado “contra el embrión, una vida desamparada e inerme”.

A continuación, a través de una alegoría muy poderosa, remacha Delibes la vergonzosa claudicación de los progresistas en su histórica defensa de la vida y los derechos del débil: “Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir”. ¿No será –arguye nuestro escritor– que el progresismo dejó de defender al no nacido porque este no estaba en condiciones de reprocharle –de impugnar o “recurrir”– la bajeza moral de su decisión? ¿Sólo existe aquél que puede hablar, que tiene voz y voto, que puede reivindicar sus derechos a través de sus votaciones y de sus discursos en los medios de comunicación? ¿Cómo puede defenderse con tanto ahínco la naturaleza –algo de por sí bueno– y retroceder de modo tan timorato ante la defensa de la naturaleza humana?

De esta manera, nuestro escritor, en un mismo movimiento, defiende el derecho del embrión y del feto a nacer (a disponer de un cuerpo), y ataca a los autodenominados progresistas por su renuncia al máximo de sus principios definitorios. Y no sólo eso, sino que, tras aseverar que siente “náusea” ante el aborto (igual que ante una explosión atómica o una cámara de gas), añade que los verdaderos progresistas son aquellos que “aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia”, incluyendo entre los indefensos al feto y entre las formas de violencia, por supuesto, al aborto. La grandeza retórica de este ensayo, más allá de la precisión de sus conceptos y la claridad y pureza de su lenguaje, se encuentra en la originalidad de su aproximación al tema.

No defiende Delibes el derecho a la vida desde los consabidos presupuestos religiosos (el alma que tendría el embrión desde el instante de la concepción…), poco eficaces ante los ciudadanos agnóstico; ni rechaza, aún conociendo la posición proabortista de la mayoría de “progresistas”, el progresismo como tal. Al revés: acoge el progresismo en su definición primigenia: en su prístina defensa del débil frente al opresor y el violento. El mérito de Delibes, por tanto, es atreverse a redefinir una palabra (“progresismo”), desgajando de ella lo que considera aditamentos espurios y movidos por el egoísmo. De este modo, al modificar nuestro autor el significado de un término clave, transforma el marco mental (“frame”), el campo de juego intelectual en el que se jugará el destino de esta cuestión. Así, lo que era considerado por muchos como conservador o reaccionario (el rechazo del aborto), se transforma en su ensayo en el espolón del verdadero progresismo: la promoción de la vida y los derechos del débil sobre el fuerte, de la humanización de la sociedad y el florecimiento último de la persona.



lunes, 28 de enero de 2013


Discurso de Barack Obama en su reelección (Chicago, 7/XI/2012)

Muchas gracias.

Hoy, más de 200 años después de que una antigua colonia se ganara el derecho a decidir su propio destino, la tarea de perfeccionar nuestra unión sigue adelante. Sigue adelante gracias a vosotros. Sigue adelante porque habéis reafirmado el espíritu que ha triunfado sobre la guerra y la depresión, el espíritu que ha levantado a este país desde la desesperación más profunda hasta las mayores esperanzas, la convicción de que, aunque cada uno de nosotros persigue sus sueños personales, somos la familia americana y ascendemos o caemos como una misma nación y un mismo pueblo.

Esta noche, en esta elección, vosotros, el pueblo estadounidense, nos habéis recordado que, aunque nuestro camino ha sido duro, aunque nuestro recorrido ha sido largo, nos hemos levantado, hemos recuperado nuestro rumbo, y sabemos, desde el fondo de nuestros corazones, que, para los Estados Unidos de América, lo mejor está por llegar.

Quiero dar las gracias a todos los estadounidenses que han participado en esta elección, a los que votaban por primera vez y a los que tuvieron que guardar cola durante mucho tiempo. Por cierto, eso es algo que tenemos que arreglar. A los que recorrieron las aceras y los que cogieron los teléfonos, a los que levantaron carteles de Obama y los que levantaron carteles de Romney, habéis hecho oír vuestras voces y habéis influido en los resultados.

Acabo de hablar con el gobernador Romney y les he felicitado a él y a Paul Ryan por una campaña muy disputada. Hemos peleado de manera feroz, pero solo porque amamos profundamente a este país y nos preocupa muchísimo su futuro. Desde George y Lenore hasta su hijo Mitt, la familia Romney ha querido trabajar por Estados Unidos, dedicarse al servicio público, y ese es el legado que esta noche honramos y aplaudimos. En las próximas semanas, aspiro a reunirme con el gobernador Romney con el fin de hablar de lo que podemos hacer juntos para impulsar el país hacia adelante.

Quiero dar las gracias a mi amigo y socio de estos cuatro años, el guerrero feliz de América, el mejor vicepresidente que jamás podría haber, Joe Biden.

Y no sería el hombre que soy hoy sin la mujer que aceptó casarse conmigo hace 20 años. Lo voy a decir en público: Michelle, nunca te he querido tanto como en este momento. Me siento más orgulloso que nunca, viendo cómo se ha enamorado Estados Unidos de ti en tu papel de primera dama. Sasha y Malia, estáis convirtiéndoos ante nuestros ojos en dos jóvenes fuertes, listas y bellas, igual que vuestra madre. Estoy muy orgulloso de vosotras. Pero tengo que decir que, por ahora, un perro es suficiente.

Gracias al mejor equipo de campaña y de voluntarios en la historia de la política. El mejor. El mejor de toda la historia. Algunos erais nuevos esta vez, y otros habéis estado a mi lado desde el principio. Pero todos sois mi familia. Hagáis lo que hagáis, vayáis donde vayáis, llevaréis con vosotros el recuerdo de la historia que hicimos juntos y tendréis durante toda la vida el agradecimiento de un presidente. Gracias por creer hasta el final, a través de cada colina y cada valle. Me habéis llevado sobre vuestros hombros todo el camino y siempre agradeceré todo lo que habéis hecho y vuestro increíble esfuerzo.

Sé que las campañas políticas, en ocasiones, pueden parecer poco importantes, incluso tontas. Y son carne de cañón para los cínicos que dicen que la política no es más que un enfrentamiento de egos o un territorio que se disputan grupos de intereses. Pero, si habéis tenido la oportunidad de hablar con las personas que han acudido a nuestros mítines y han hecho cola en el gimnasio de un instituto, o si habéis visto a los voluntarios que trabajaban hasta altas horas de la noche en una oficina de campaña en algún rincón remoto, habréis descubierto otra cosa. Habréis oído la decisión en la voz de un joven organizador sobre el terreno que trabaja para pagarse la universidad y quiere garantizar que todos los jóvenes tengan la misma oportunidad. Habréis oído el orgullo en la voz de una voluntaria que iba puerta a puerta porque su hermano encontró trabajo, por fin, cuando la fábrica de automóviles local añadió otro turno. Habréis oído el hondo patriotismo en la voz de la esposa de un militar que se encargaba de los teléfonos por las noches para asegurarse de que ninguna persona que lucha por este país tenga que luchar jamás para tener empleo ni para tener un techo cuando vuelve a casa.

Por eso hacemos todo esto. Eso es lo que puede ser la política. Por eso son importantes las elecciones. No son una cosa pequeña, son una cosa fundamental. Muy importante. En un país de 300 millones, la democracia puede ser ruidosa, caótica, complicada. Tenemos opiniones distintas. Cada uno tiene sus propias convicciones. Y cuando atravesamos tiempos difíciles, cuando tomamos grandes decisiones como país, es inevitable que se agiten las pasiones y surjan controversias. Eso no va a cambiar de la noche a la mañana, ni tiene por qué. Estos debates que tenemos son una seña de nuestra libertad. No podemos olvidar jamás que en estos instantes, mientras hablamos aquí, en países lejanos hay personas que están arriesgando sus vidas para tener la posibilidad de discutir sobre las cuestiones importantes, para tener la oportunidad de emitir su voto como hemos hecho hoy aquí.

Sin embargo, a pesar de nuestras diferencias, la mayoría de nosotros comparte ciertas esperanzas para el futuro de Estados Unidos. Queremos que nuestros hijos crezcan en un país en el que tengan acceso a las mejores escuelas y los mejores profesores. Un país que esté a la altura de su legado como líder mundial en tecnología, descubrimiento e innovación, con todo el empleo de calidad y las nuevas empresas que se derivan de ellos. Queremos que nuestros hijos vivan en un país que no esté acosado por la deuda, que no esté debilitado por las desigualdades, que no esté amenazado por la capacidad destructiva de un planeta que se calienta. Queremos transmitir un país seguro, respetado y admirado en todo el mundo, una nación defendida por el ejército más poderoso de la tierra y las mejores tropas que ha conocido el mundo. Pero también un país que avance con confianza más allá de esta época de guerra para construir una paz basada en la promesa de libertad y dignidad para todos los seres humanos. Creemos en un Estados Unidos generoso, un Estados Unidos compasivo, un Estados Unidos tolerante, abierto a los sueños de una hija de inmigrantes que estudia en nuestras escuelas y jura fidelidad a nuestra bandera. Abierto a los sueños del chico de la parte sur de Chicago que ve que puede tener una vida más allá de la esquina más cercana. A los del hijo del ebanista de Carolina del Norte que quiere ser médico o científico, ingeniero o empresario, diplomático o incluso presidente; ese es el futuro al que aspiramos. Esa es la visión que compartimos. Esa es la dirección en la que debemos avanzar. Hacia adelante. Esa es la dirección en la que debemos avanzar.

Por supuesto, tenemos discrepancias, a veces feroces, sobre la forma de llegar. El progreso, como ocurre desde hace más de dos siglos, es irregular. No siempre es una línea recta. No siempre es un camino llano. Saber que tenemos unas esperanzas y unos sueños comunes no basta, por sí solo, para terminar con la paralización, resolver todos nuestros problemas ni sustituir al esfuerzo de construir un consenso y alcanzar los difíciles compromisos necesarios para impulsar el país. Pero ese vínculo común debe ser nuestro punto de partida. Nuestra economía está recuperándose. Está llegando a su fin una década de guerra. La larga campaña ha terminado.

Y, tanto si me habéis dado vuestro voto como si no, os he escuchado, he aprendido cosas de vosotros, y habéis hecho que sea mejor presidente. Con vuestras historias y vuestras luchas, regreso a la Casa Blanca más decidido y más inspirado que nunca sobre la tarea que nos aguarda y el futuro que tenemos por delante. Esta noche habéis votado para que actuemos, no para que hagamos la política habitual. Nos habéis elegido para que nos centremos en vuestro trabajo, no en el nuestro. En los meses y semanas que vienen, estoy deseando colaborar con los líderes de los dos partidos para afrontar los retos que solo podemos superar si estamos unidos. Reducir el déficit. Reformar nuestro código tributario. Arreglar nuestro sistema de inmigración. Liberarnos del petróleo extranjero. Tenemos muchas más cosas que hacer.

Pero eso no significa que vosotros hayáis terminado. El papel del ciudadano en nuestra democracia no acaba con el voto. Estados Unidos no se ha movido nunca en función de lo que otros pueden hacer por nosotros. Estados Unidos consiste en saber qué podemos hacer todos juntos, mediante una labor tan frustrante y difícil, pero necesaria, como es el autogobierno. Ese es el principio sobre el que se fundó nuestra nación.

Este país tiene más riqueza que ningún otro, pero no es eso lo que nos hace ricos. Tenemos el ejército más poderoso de la historia, pero no es eso lo que nos hace fuertes. Nuestras universidades y nuestra cultura son la envidia del mundo entero, pero no es eso lo que hace que el mundo venga sin cesar hasta aquí. Lo que hace que Estados Unidos sea excepcional son los lazos que mantienen unida a la nación más variada del mundo. La convicción de que tenemos un destino común; de que este país solo funciona cuando aceptamos que tenemos ciertas obligaciones con nuestros conciudadanos y con las generaciones futuras. La libertad por la que tantos estadounidenses han luchado y han muerto acarrea responsabilidades además de derechos. Y entre esas responsabilidades están el amor, la generosidad, el deber y el patriotismo. Eso es lo que da a Estados Unidos su grandeza.

Esta noche me siento esperanzado porque he visto ese espíritu en acción. Lo he visto en la empresa familiar cuyos dueños prefieren recortar sus ganancias antes que despedir a sus vecinos, y en los trabajadores que prefieren trabajar menos horas antes que ver que un amigo pierde su empleo. Lo he visto en los soldados que vuelven a alistarse después de perder una pierna y en los SEALs que suben por las escaleras e irrumpen en la oscuridad porque saben que tienen a un compañero guardándoles las espaldas. Lo he visto en las costas de Nueva Jersey y Nueva York, donde los líderes de todos los partidos y todas las instancias del Gobierno se olvidaron de sus diferencias para ayudar a una comunidad a reconstruir todo lo que una terrible tormenta había destruido.

Y lo vi el otro día, en Mentor, Ohio, donde un padre contó la historia de su hija de ocho años, cuya larga batalla contra la leucemia habría arruinado a su familia si no hubiera sido por la reforma sanitaria aprobada solo unos meses antes de que la compañía de seguros estuviera a punto de dejar de pagarle los tratamientos. Tuve ocasión de hablar con su padre y de conocer a esa increíble niña. Y, cuando el padre contó su historia a la multitud que le escuchaba, todos los padres del público teníamos los ojos llenos de lágrimas, porque sabíamos que su hija podía una de las nuestras. Sé que todos los estadounidenses quieren que el futuro de esa niña sea tan brillante como el de sus hijos. Así somos nosotros. Ese es el país que tan orgulloso estoy de presidir.

Y esta noche, a pesar de todas las dificultades que hemos padecido, a pesar de todas las frustraciones con Washington, tengo más esperanzas que nunca sobre nuestro futuro. Tengo más esperanzas que nunca sobre Estados Unidos. Y os pido que sostengáis esa esperanza. No hablo de tener un optimismo ciego, una esperanza que ignore la enormidad de las tareas que nos aguardan ni los osbtáculos que encontraremos por el camino. No hablo de un idealismo iluso que nos permita permanecer al margen ni eludir el combate. Siempre he creído que la esperanza es ese sentimiento tenaz en nuestro interior que insiste, a pesar de que todo indique lo contrario, en que el futuro nos reserva algo mejor, siempre que tengamos el valor de seguir intentándolo, seguir trabajando, seguir luchando. Creo que podemos continuar el progreso que ya hemos logrado y seguir esforzándonos para tener nuevos puestos de trabajo, nuevas oportunidades, una nueva seguridad para la clase media.

Creo que podemos cumplir la promesa de nuestros fundadores, la idea de que, si una persona está dispuesta a trabajar duro, no importa de dónde venga ni qué aspecto tenga ni dónde ame. No importa que sea negro, blanco, hispano, asiático, indio americano, joven, viejo, pobre, rico, capacitado, discapacitado, gay o heterosexual; en Estados Unidos, si está dispuesto a esforzarse, puede conseguir lo que sea.

Creo que podemos alcanzar juntos este futuro porque no estamos tan divididos como hace pensar nuestra política. No somos tan cínicos como dicen los expertos. Somos más que la suma de nuestras ambiciones individuales, y somos más que una colección de estados rojos y estados azules. Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América. Y juntos, con vuestra ayuda y la gracia de Dios, continuaremos nuestro viaje y recordaremos al mundo por qué vivimos en la mejor nación de la tierra. Gracias, América... Dios os bendiga. Dios bendiga a Estados Unidos.



jueves, 24 de enero de 2013

Discurso final de Chaplin en El gran dictador (1940)

Por el Dr. Enrique Sánchez Costa
(Coordinador del departamento de Español de la PUCMM).


EL 15 de octubre de 1940, coincidiendo con la ocupación de París por las tropas nazis, Charles Chaplin estrenaba en Nueva York The Great Dictator. El humorista más famoso del siglo XX se confrontaba con el dictador más perverso de su siglo; y lo hacía, además, a través de uno de los recursos que había empleado Hitler para construir su mitología: el cine. Recuérdese, por ejemplo, el documental propagandístico de Leni Riefenstahl, El triunfo de la voluntad (1934), que Chaplin había visto en una proyección privada en Nueva York. El director y actor americano, de ascendencia judía, conocedor como pocos del poder de la parodia y la sátira para desactivar la maquinaria propagandística de los tiranos, afirmará sobre El gran dictador en 1964: “Estaba decidido a ridiculizar su absurda mística en relación con una raza de sangre pura”.

La película, que su director planeaba desde 1938, se empezó a rodar pocos días después de declararse la Segunda Guerra Mundial. Es preciso tener en cuenta las circunstancias históricas del momento para calibrar el atrevimiento de Chaplin. Cuando éste empezó a idear el proyecto, en 1938, Inglaterra capitulaba ante Hitler en la Conferencia de Múnich. Más adelante, mientras se rodaba el film, el nazismo se extendía imparable por Europa y en Estados Unidos imperaban las tendencias aislacionistas (que continuarían hasta 1941, con el bombardeo de Pearl Harbour y la entrada del país en la contienda). De hecho, Chaplin sufrió numerosas presiones en su país para detener el proyecto (los alemanes amenazaban con no proyectar ninguna película de Hollywood si El gran dictador veía la luz). Pero, pese a las amenazas y las presiones, Chaplin no cejó de trabajar un instante en su película: “La voy a proyectar ante el público, aunque tenga que comprarme o mandarme construir un teatro para ello, y aunque el único espectador de la sala sea yo”.

El gran dictador, considerada hoy una de las obras maestras del séptimo arte, contrapuntea la historia de un humilde barbero judío que regresa a Alemania, con la de Adolf Hitler –llamado Adenoid Hynkel– y, en menor medida, Benito Mussolini –llamado Benzina Napaloni–, del que se satiriza su visita a Alemania. El film, que fue la primera incursión de Chaplin en el cine sonoro, muestra las desventuras del barbero judío (su gueto es atacado repetidamente por los grupos paramilitares nazis), su amor por Hannah y, por supuesto, la megalomanía risible del dictador alemán. La escena que analizaremos, que da cierre a la película, es la del discurso del barbero judío, que, huyendo de sus agresores nazis, aprovecha su parecido físico con Hitler (Chaplin interpreta a ambos personajes) para suplantarle. El barbero se encuentra de pronto situado en la tribuna oratoria, frente a un millón de militares nazis congregados para escuchar el discurso en el que Hitler debe anunciar la invasión de una nación vecina.

El barbero, que hace las veces de Hitler, comienza su discurso algo dubitativo; pero pronto se crece, eleva su tono de voz y acompaña con gestos sus palabras vigorosas. El discurso que pronuncia, en sí mismo interesante, adquiere una enorme relevancia si lo comparamos con el discurso que habría pronunciado Hitler en su lugar, tal como pudimos observar, por ejemplo, en el fragmento de El triunfo de la voluntad. Ya desde el comienzo, se patentiza la novedad del discurso, pues arranca con una petición de perdón (“lo siento”), así como una negación de todo orgullo imperial (“no quiero ser emperador […], no quiero gobernar ni conquistar a nadie”). Al contrario, el “doble” de Hitler quiere “ayudar a todos si fuera posible, judíos y gentiles, blancos o negros”. El mismo hecho de mencionar positivamente en una misma frase a colectivos atacados por el nazismo, como judíos y negros, indica una reversión total de los principios racistas hitlerianos.

El discurso prosigue invitando a la fraternidad y la solidaridad universal, a la promoción del amor y la ayuda mutua en lugar del odio y el desprecio. En oposición a los postulados del nacionalismo excluyente, el barbero afirma que “en este mundo hay sitio para todos”. Y sitúa el problema en que se ha perdido el “camino de la vida”, a consecuencia de la “codicia”, así como de las barricadas de odio y las matanzas generadas por ella. Es interesante que Chaplin mencione la codicia como motor de los desvaríos nazis pues, al cabo, ¿qué fue sino codicia, deseo de amasar tierras y bienes, lo que empujó a Hitler a conquistar Europa? Codicia y afán de poder. Y, en el mismo sentido, casi todos los atropellos nazis contra los judíos (salvo la satánica “solución final”) se cometieron por codicia, esto es, para apoderarse de sus casas, sus joyas y su dinero.

Para el alter ego de Chaplin, “hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado nosotros”. El progreso científico, bueno en sí mismo, debe ir acompañado del progreso moral. Si no, como ya había denunciado el humorista en Modern Times (1936), con sus famosas escenas de las cadenas de montaje tayloristas (en las que el individuo quedaba deshumanizado y reducido a pura condición instrumental), se acaba confundiendo al hombre con la máquina y entronizando a esta última en su lugar. Dicho pensamiento aparece expresado en el discurso por medio de una paradoja: “El maquinismo que crea abundancia nos deja en la necesidad”. Nunca tanta abundancia material se había visto acompañada de tanta pobreza de valores.

Y es que “nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos, nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco. Más que máquinas, necesitamos humanidad, más que inteligencia, tener bondad y dulzura; sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo”. Vienen a la cabeza las palabras de Nietzsche y de Hitler, incitando al endurecimiento de los alemanes; a apretar los puños y, empujados por la “voluntad de poder”, dominar y aplastar con ellos al otro. Chaplin defiende todo lo contrario: el sentimiento por encima de la inteligencia ciega, la humanidad cordial por encima de la frialdad de la máquina. Pues, ¿de qué sirve una inteligencia vigorosa, si se despeña hacia la voluntad de poder, la ira, la codicia y la violencia? Por eso el evangelista San Juan define a Dios como “Logos” (Razón, Sentido del mundo, Palabra), pero también como “Caritas” (Amor). Dios es amable no tanto por su poder como por su amor, y la propagación de ese amor debería ser el principal anhelo de la persona.

Chaplin apela a los inventos técnicos (el avión, la radio), que reducen las distancias entre los hombres, para afirmar que de ellos debe seguirse una mayor unión, una “hermandad universal”. Y denuncia cómo, pese a esos progresos técnicos, se ha erigido un sistema dictatorial, basado en el odio, “que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes”. A todas esas víctimas se dirige Chaplin –a través de la figura del barbero–, para lanzarles un mensaje de esperanza: “A los que puedan oírme les digo, no desesperéis, la desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano. El odio de los hombres pasará, y caerán los dictadores, y el poder que le quitaron al pueblo, se le reintegrará al pueblo, y así mientras el hombre exista, la libertad no perecerá”. El texto recuerda –por su invitación esperanzadora– a los mejores pasajes proféticos y mesiánicos de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Y se trata, además, de un canto optimista al triunfo de la democracia –el poder del pueblo– sobre la tiranía, así como del “progreso humano” sobre aquél progreso deshumanizado y mecánico.

En otra escena de El gran dictador, de hecho, Chaplin hacía decir al ministro de propaganda nazi, Goebbels (mencionado como “Garbitsch”), las siguientes palabras: “Hoy en día, democracia, libertad y igualdad son palabras que enloquecen al pueblo. No hay ninguna nación que progrese con estas ideas, que le apartan del camino de la acción. Por esto las hemos abolido. En el futuro cada hombre tendrá que servir al Estado con absoluta obediencia”. Ya observamos en el discurso de Hitler en Núremberg la misma insistencia en la obediencia ciega al líder y al Partido que, junto a la crítica furibunda a los principios democráticos de libertad e igualdad, constituyen la médula de la ideología fascista. Por eso el barbero, para contrarrestar todo el adoctrinamiento hitleriano que han recibido los soldados, se dirige a ellos con los siguientes términos: “Soldados, no os rindáis a esos hombres, que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen lo que tenéis que hacer, que pensar y que sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como a carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres-máquinas con cerebro y corazones de máquinas”.

Para Chaplin, Hitler encarna al “infrahombre” por antonomasia, el hombre inhumano, puesto que carece de corazón. Ya el escritor inglés G. K. Chesterton había escrito en Orthodoxy (1908) que el loco no es aquél que ha perdido la inteligencia, sino aquél que lo ha perdido todo salvo la inteligencia: quien interpreta la realidad únicamente desde el punto de vista de la fría lógica, desatendiendo el corazón, el espíritu, el sentido común y los demás elementos que definen la verdadera humanidad. Y, una vez criticada la deshumanización hitleriana, muestra el barbero a los soldados en qué radica la verdadera humanidad: en el amor a los demás, en la libertad, en la riqueza espiritual o divina presente no en uno o en varios hombres, sino en todos los hombres; algo que remacha con una cita evangélica: “El reino de Dios está dentro del hombre” (Lc 17: 20). Al cabo, “fraternidad” proviene del latín “frater” (hermano), y no puede haber hermandad si no hay un padre común. Por eso, a mi entender, el ideal revolucionario francés de la “fraternité” es plausible sólo si se reconoce a Dios como Padre de cada persona y Padre común de la humanidad.

El poder –prosigue Chaplin– no debe recaer en un solo hombre, sino en el pueblo en su conjunto: “El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad, vosotros el pueblo tenéis el poder de hacer esta vida libre y hermosa, de convertirla en una maravillosa aventura”. Sólo la fraternidad, sólo la solidaridad y la unidad entre los hombres pueden procurar “un mundo nuevo, digno y noble”. Y, aunque los tiranos apelen a algunos de estos valores y prometan el paraíso en la tierra, sus palabras son huecas: “los dictadores son libres solo ellos, pero esclavizan al pueblo”. Lejos de dejarse seducir por sus palabras, las personas deben liberarse de los verdaderos enemigos del pueblo; que no son los miembros de tal o cual clase, de tal o cual raza o grupo social, sino las “barreras nacionales”, “la ambición, el odio y la intolerancia”.

Y, asumiendo por un momento la retórica ilustrada, Chaplin concluye su discurso a los militares alentando a luchar “por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, donde el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad”. Ahora bien: sabemos que, como escribió Goya en una de sus “pinturas negras”, “el sueño de la razón produce monstruos”, y que la cultura es compatible con la barbarie. Algo visible, por ejemplo, en la Alemania nazi, que era entonces la nación más culta del mundo y la que cometió las peores atrocidades. Esta paradoja se plasmó de modo hiriente en el campo de concentración nazi de Buchenwald, donde se talaron todos los árboles salvo uno: un enorme roble, bajo cuya sombra el poeta alemán Goethe habría escrito parte de su Fausto (1829). Así, el mayor símbolo de la cultura germana convivió con la brutalidad nazi, hasta el punto de que se ahorcaron en él a numerosos prisioneros del campo de concentración. Valga esta digresión para apuntar como el ideal que traza Chaplin es hermoso, siempre y cuando lo emplacemos en el contexto general del discurso: esto es, la defensa del espíritu y el amor como los principales valores de la persona, los cuales deben acompañar cualquier progreso técnico.

Tras concluir su discurso a los militares, invitándoles con enorme fuerza retórica y gestual a unirse todos en nombre de la democracia, el barbero se queda meditabundo. Del plano de las multitudes enfervorizadas por el discurso del suplantador de Hitler pasamos, mediante un fundido, al plano de la amada del barbero, Hannah, que está tendida sobre el suelo, apesadumbrada por lo mucho que ha sufrido y que, previsiblemente, sufrirá. Se inicia entonces una música lírica de violines y el barbero, olvidándose de la multitud, dirige su discurso a Hannah. Es sintomático, frente a la despersonalización que operan todos los totalitarismos (para ellos los hombres son sólo masa amorfa y obediente a voluntad moldeadora del dictador-escultor), que Chaplin personalice su discurso al máximo. Le importa la multitud, sí, pero en última instancia le importa su amada, y a ella, dondequiera que esté, dirige su discurso. Este se desprende de sus contornos épicos y asume un perfil lírico, poético. Chaplin emplea la consabida contraposición metafórica entre la luz y las tinieblas, como símbolo de la bondad y la maldad, para expresar que, pese a todas las dificultades, al final el bien se abre camino sobre el mal. Y, mediante una alegoría bellísima, concluye, adentrándose en la esperanza –o en la utopía, según se mire– que “al alma del hombre le han sido dadas alas y al fin está empezando a volar, está volando hacia el arco iris, hacia la luz de la esperanza, hacia el futuro, un glorioso futuro, que te pertenece a ti, a mí, a todos. Mira a lo alto Hannah, mira a lo alto”.


Por el Dr. Enrique Sánchez Costa
(Coordinador del departamento de Español de la PUCMM).

CUANDO Hitler alcanzó el poder en 1933, la situación en Alemania era crítica. El Tratado de Versalles (1919), al finalizar la Primera Guerra Mundial, había impuesto a Alemania la pérdida de muchos territorios –como Alsacia y Lorena–, la obligación del desarme y el pago de indemnizaciones desorbitadas a los Estados victoriosos. A la humillación moral y el perjuicio económico que infligió a Alemania este tratado, se sumaron las consecuencias del “crack de 1929”. La inflación se disparó (los alemanes llevaban consigo, para compras ordinarias, carros llenos de billetes), igual que el índice de desempleo. Alemania se encontraba deshonrada ante las naciones, sin ejército y sumida en una crisis económica de la que parecía no salir nunca. La mayoría de la población desesperó del sistema democrático y abrazó unas doctrinas extremistas –el nazismo y el comunismo– que prometían poner fin a todos los males. Hitler, a través de la persuasión retórica y la utilización de grupos paramilitares para atemorizar a la población y deshacerse de sus oponentes, se erigió pronto como el Führer, el “líder” único de su Partido y, lo que es más, de la nación alemana en su globalidad.

El discurso que analizaremos está incluido en El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), la película documental que dirigió –por encargo de Hitler– la cineasta Leni Riefenstahl, y que recogía todos los actos del Congreso Nazi de septiembre de 1934 en Núremberg. Se trata de uno de los documentales más impresionantes de la historia del cine, tanto por sus conquistas formales (utilización masiva de cámaras fijas y en movimiento –travelling–, teleobjetivos distorsionadores, fotografía aérea…) como, sobre todo, por ser la exaltación más poderosa de la mitología, la retórica y la liturgia nazis. En una época de desorientación (fue famoso el libro La decadencia de Occidente, publicado por O. Spengler entre 1918 y 1923), cuando las iglesias cristianas habían perdido influencia en la sociedad, el nazismo y el comunismo se presentaron a la población como una nueva religión política, una nueva esperanza de renacimiento, un nuevo puerto de salvación al que las masas amorfas de ciudadanos podrían asirse. Y esas nuevas religiones ateas, a imitación de las religiones tradicionales, desarrollarían toda una liturgia, con la que querían envolver y seducir a sus adeptos. En este sentido, son paradigmáticas las palabras que aparecen al principio de la película, como prólogo, inscritas en un muro de piedra: “El 5 de septiembre de 1934, 20 años después del estallido de la Guerra Mundial, 16 años después del comienzo de nuestro sufrimiento, 19 meses después del inicio del renacimiento alemán, Adolf Hitler voló otra vez a Núremberg a inspeccionar las columnas de sus fieles seguidores”.

Desde el punto de vista fílmico, en el fragmento que analizamos la directora se sirve de diversas técnicas para sacralizar a Hitler. Por un lado, todos los planos del dictador son cercanos y en alzado (de abajo arriba), como si viéramos al líder desde una posición más baja. De este modo, Hitler aparece engrandecido, magnificado, dominante sobre la multitud. Por el contrario, la muchedumbre es filmada, en ocasiones, con planos amplios –o generales– y en picado (de arriba abajo), tal como un hombre aprecia un conjunto de hormigas. No vemos un diálogo entre personas, sino una lección del líder único a sus masas enfervorizadas. Y es que, el dictador fascista, no se mide respecto a nadie, sino que sobrevuela la multitud desde arriba y la conforma, como moldea un artista el barro. Algo patente en unas palabras de Mussolini, de 1932: “La multitud no necesita saber, sino creer. Tiene que dejarse configurar. Cuando yo siento la masa en mis manos me asalta a veces una aversión como la del artista contra el mármol que un momento quisiera destruir lleno de rabia, porque reproduce y da forma a su visión de manera exacta. Todo depende de dominar a la multitud como un artista”.

Pero no son estos los únicos recursos de que se sirve Riefenstahl para sacralizar la figura del líder nazi y de su Partido. También utiliza el travelling para filmar a Hitler, de modo que, mientras este habla, la cámara se mueve a su alrededor trazando una media circunferencia. De esta manera, se logra un efecto envolvente, dotando de mayor trascendencia al Führer (la focalización de la cámara simboliza el hecho de que todos se mueven alrededor del líder). Por otra parte, la directora incorpora en el documental, mientras Hitler habla, primeros planos de algunos de sus fieles jóvenes, que le observan extasiados. Todos, por cierto, son rubios, arios fuertes y perfectos, paradigma de la raza alemana. Y Riefenstahl los filma desenfocando un poco el objetivo de la cámara, para que aparezcan borrosos, difuminados, como sumidos en el sueño y en el éxtasis que les provocan las palabras de su líder. Frente a la mediocridad realista de la vida ordinaria –parece sugerir la directora–, el discurso del líder de la nación es capaz de conducir a sus fieles hacia otros estados vitales, de lograr nuevas formas de trascendencia –de más allá–, instaurando el paraíso en la tierra. Es como si, remedando perversamente la afirmación de Jesucristo (“El Reino de Dios está ya en medio de vosotros”, Lc 12: 21), se diera a entender que el Reino salvador de Alemania estuviera ya en medio de ellos.

Desde el punto de vista gestual, sorprende la firmeza de Hitler, manteniendo la vista al frente (el líder parece avizorar el futuro, el más allá), el tronco erguido y la expresión impasible. En sus gestos –como en sus palabras– no hay ninguna vacilación; todo en él transmite solidez, seguridad. A su alrededor la multitud se agita como un mar encrespado de brazos levantados (el saludo nazi), mientras profiere gritos nazis, las naciones del mundo se zarandean…, pero él permanece seguro e iluminador como un faro en medio de la tempestad. No importa que Alemania y cada uno de sus habitantes se estremezcan de pavor y estén sumidos en la crisis. Él es el (falso) mesías que librará a la población de sus inseguridades, aunque, a cambio, les exija renunciar a su libertad. Ya lo predijo Dostoievski en Los hermanos Karamazov (1880), al afirmar que “el hombre prefiere la paz y hasta la muerte a la libertad de discernir el bien y el mal. No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero tampoco hay nada más doloroso”. La libertad es un don, pero cuando no se sabe qué hacer con ella, o cuando no se quiere pechar con la responsabilidad personal, asoma la tentación de entregársela a otro –a un dictador o al diablo– a cambio de seguridad. En este sentido, es conocida la respuesta que dio Lenin al socialista Fernando de los Ríos, cuando en 1920 se entrevistó con él en Moscú: “¿Libertad para qué?”. Según Dostoievski, lo que los hombres desean a la postre es “un dueño ante quien inclinarse, un guardián de su conciencia y el medio de unirse finalmente en la concordia de una comunidad de hormiguero, pues la necesidad de la unión universal es el tercero y el último tormento de la raza humana”.

El discurso de Hitler a los jóvenes del partido –y, por extensión, a todos los jóvenes alemanes– busca unir al pueblo alemán entorno a su figura, como un pastor congrega a su rebaño. Y, por medio de palabras seductoras, asimila Alemania al Partido Nazi y, en último término, a él. De forma que, quien estuviera en contra del Partido o de su líder, estaría en contra de Alemania (siendo, por tanto, un traidor a la patria). De hecho, la palabra más repetida en el discurso es “Alemania” y, tras ella, el concepto de “pueblo”. Hitler rechaza el internacionalismo comunista, así como la explicación marxista de la historia como una lucha de clases (dice el líder alemán: “queremos una sociedad sin castas ni rangos sociales”). Es sabido cómo muchos empresarios alemanes apoyaron a Hitler, pero es menos conocido que el partido se definía en su misma denominación como “Nacionalsocialista” y como “Obrero Alemán”. Ahora bien, cuando Hitler rechaza el clasismo marxista (la división entre ricos y pobres, entre capitalistas y proletarios), no hace más que substituir un mal por otro. El clasismo será reemplazado por el nacionalismo y el racismo: el mito de la raza aria, que llevará, a la postre, a la exterminio sistemático de millones de judíos. Él quiere aglutinar a todos los alemanes –clase alta, media y baja– por medio del nacionalismo –la exaltación de la nación– y del sueño del Imperio (el Tercer Reich). Aunque, cuando habla de “alemanes”, no se refiere a los nacidos en Alemania, sino sólo a los de raza aria (hayan nacido en Alemania, en Austria, en Chequia…), en exclusión de todos los demás grupos humanos.

En el discurso remacha Hitler la idea de pueblo (“queremos ser un pueblo y, a través de vosotros, llegar a ser este pueblo”), de Imperio (“queremos ver un Imperio”) y de raza: “vosotros sois carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre”. Estas últimas palabras son un pastiche del Génesis bíblico, en el que Adán, extasiado ante la creación de Eva, afirma: “¡Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gn 2: 23). Apreciamos aquí cómo un retórico hábil puede servirse –legítima o ilegítimamente– de tradiciones literarias, religiosas y culturales preexistentes para su propia causa. Al cabo, ninguna creación literaria o cultural parte de la nada, sino que emplea y combina elementos textuales y simbólicos previos. En este sentido, sabemos hasta qué punto el nazismo refundió la terminología y la simbología cristiana con la mitología germana (Wotan, Thor, Sigfrido…) para desarrollar su nueva religión política pagana. Ese nihilismo pagano nacionalista que propugna Hitler (no hay nada trascendente, salvo la nación) es patente en las siguientes palabras: “Todo aquello que forjemos hoy, no importa lo que hagamos, pasará al olvido. Pero en vosotros Alemania perdurará; y cuando nosotros no podamos mantener más la bandera que lloraremos desde la nada, vosotros debéis mantenerla firmemente en vuestros puños”. Tras la muerte personal no se encuentra ya el Paraíso cristiano, sino “la nada”; y lo único que permanece en el tiempo –afirma Hitler– es la Nación (simbolizada metafóricamente en la bandera y sostenida por las siguientes generaciones).

Otras ideas fundamentales del discurso son la incitación a hacerse duros, obedientes y sacrificados para mayor gloria de la nación: “Queremos que este pueblo sea obediente, y debéis practicar obediencia en vosotros mismos”; “queremos que este pueblo no se torne blando, sino que se haga duro y, por consiguiente, debéis endureceros a vosotros mismos, en vuestra juventud, para esto. Debéis aprender a sacrificaros, así como también nunca veniros abajo”. Los habitantes del norte de Europa, acostumbrados a resistir inviernos oscuros, duros y fríos, son conocidos por su reciedumbre, su frialdad y su dureza de carácter. Son, en muchos casos, personas capaces de trabajar más y mejor que los habitantes de las regiones más calurosas del planeta; pero, al mismo tiempo, adolecen de falta de sensibilidad y cordialidad. Su carácter suele ser más recio, pero menos cariñoso. Y, justamente, lo que quiere Hitler es acentuar esa frialdad nórdica y germana, pues, como los ladrillos de un edificio, cuanto más duros sean los elementos que conforman una nación, más sólida resultará esta. La invitación a la dureza, como tantos otros elementos del discurso hitleriano, están presentes ya en el filósofo alemán F. Nietzsche, quien escribió: “Esta nueva tabla, oh hermanos míos, coloco yo sobre vosotros: ¡endureceos!”. Poco tiempo antes había escrito también el filósofo del “superhombre”: “La vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación”.

El discurso de Hitler, por tanto, busca conformar una juventud que sea disciplinada, obediente, dura y sacrificada. El triunfo de la voluntad, por tanto, sobre el sentimiento, del vigor físico sobre las flaquezas personales y de la exigencia consigo mismo y con los demás por encima de la compasión. Son valores buenos, siempre y cuando no se absoluticen (como hace Hitler) y se enseñen como los “únicos” valores. La virtud –explicaba Aristóteles– se encuentra en el justo medio, y tan pernicioso resulta conminar sólo a la reciedumbre (olvidando la compasión), como hablar únicamente de auto-indulgencia o compasión (descartando el afán de superación personal y la reciedumbre). Teniendo en cuenta el fondo nietzscheano del discurso de Hitler, eficaz y deshumanizador al mismo tiempo, se entiende que Alemania –entonces una nación alicaída y en bancarrota– se convirtiera pronto en la primera potencia militar del mundo, así como en una economía pujante. Y se comprende también, en su vertiente ominosa, cómo tantos jóvenes pudieron pronto encuadrarse fanáticamente en los grupos paramilitares nazis (las SS y las SA), famosos tanto por su “eficacia” como por su crueldad.

Para acabar el comentario del discurso me gustaría referirme a las últimas palabras del mismo: “El mismo espíritu que nos gobierna bulle en vuestras jóvenes mentes. Y cuando las grandes columnas del movimiento barran con todo a través de Alemania hoy, entonces se que vosotros cerraréis filas. Y sabemos que Alemania se rendirá ante nosotros, Alemania marcha dentro nosotros y Alemania nos sigue!”. El verbo “bullir”, asociado a la ideología hitleriana, sugiere movimiento, agitación. Ningún joven del Partido puede mantenerse en calma; deben endurecer su voluntad con los principios nazistas y promover el renacimiento de Alemania a través de la conquista de la nación y, más tarde, mediante la expansión del Imperio alemán por el mundo. Las “grandes columnas del movimiento” (la ideología fascista emplea mucho la terminología militar) deben “barrer con todo a través de Alemania”; esto eso, acallar por medio de la violencia cualquier forma de oposición al Partido. Y, en sus últimas palabras, que son las más encendidas del discurso, Hitler pasa del “vosotros” al “nosotros” (las masas han quedado fundidas y confundidas con su líder), lanzando una frases rítmica, que suena como el repicar final del tambor, y en la que el término Alemania se repite anafóricamente para dotar de mayor fortaleza al discurso. Una exclamación que Hitler acompaña con un movimiento furioso de los brazos, como finalizaría un director de orquesta una partitura estentórea.